Tenía en la punta de los dedos la sensibilidad que tienen los bigotes de un gato. Puede entenderse entonces que para ella acariciar no era un acto ordinario. Un día rozó sin querer aquella barba abundante y se estremeció hasta caer desmayada. Él no supo que decir y procedió a afeitarla. Jamás volvió a mirarlo.
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